Censura

La peor censura no es la que se impone con palizas y secuestro de publicaciones. La brutal represión que China ejerce sobre quienes se atreven a cuestionar el sistema es la cara más visible, pero no la más sangrante del regimen. La peor censura es la que no tiene la necesidad de imponerse con violencia. La que se instala en el cerebro y te avisa de que estás siendo vigilado, de que es mejor evitar los problemas, sentirte seguro, que desafiar las normas. Cuando un  régimen se da cuenta de que no tiene la necesidad de reprimir las palabras es que hace tiempo que ganó esa batalla en las mentes.

El Gobierno chino lo sabe y cada vez da más pasos para convertirse en un Gran Hermano que respira pegado a la nuca de sus ciudadanos. Hace unos días, Xinhua, la agencia oficial de noticias, informaba de que el 80 por ciento de los cibercafés de la  provincia de Jiangxi habían sido monitorizados para comprobar “la identidad de los internautas” y el acceso a “contenidos ilegales”. Por si quedaba alguna duda, especificaba: “Durante este año, todos los cibercafés de la provincia serán supervisados”.

En muchas zonas del interior de China, la mayoría de las casas no disponen de conexión a Internet e interceptar los establecimientos públicos supone tapiar la única ventana por la que muchos ciudadanos podían mirar al exterior. La noticia es un aviso para navegantes no sólo de Jiangxi, sino de todo el país: “Os estamos vigilando”.

Menos sutil es el plan de seguimiento que ha puesto en marcha Pekín para controlar, a través de los móviles, la situación y desplazamientos de todos sus ciudadanos las 24 horas del día. La excusa, gestionar el tráfico, no evita que las autoridades puedan acceder a rutinas, citas y cualquier otro movimiento revelador el día a día de cada persona. Ya han surgido algunas voces en contra de una medida que acota aún más el espacio íntimo de los ciudadanos, pero parece poco probable que consigan detenerla.

Pero de nada sirve el control exhaustivo a los ciudadanos si los medios son capaces de romper ese bloqueo informativo. Desde hace un mes, los periodistas extranjeros, menos dóciles que los locales a las políticas del gobierno, se han convertido en un quebradero de cabeza para las autoridades. Se empeñan, con total descaro, en informar de lo que sucede en sus corresponsalías. Acuden, incluso, a las calles donde ocurren las noticias. Para evitarlo, a Pekín se le ha ocurrido lo más simple: Existen ciertos lugares a donde los periodistas no pueden ir sin un permiso expreso. La lista, sin embargo, es tan larga que no resultaría práctico publicarla. Gracias al cielo, las autoridades los irán desvelando según evolucionen los acontecimientos. ¿Hay un mejor ejemplo de transparencia?