La realidad «armonizada» de China

En gran parte del mundo, los políticos y algunos hombres poderosos temen a la prensa. De ella llegan, o deberían llegar las preguntas impertinentes, las exclusivas que derrocan gobiernos o simplemente las noticias que dejan de manifiesto las debilidades de un sistema. En algunos países, en cambio, la prensa es un gato dócil que dormita a los pies de su dueño. China, un país donde la enorme mayoría de los medios son de propiedad estatal y el resto está supeditado a los designios del partido, es uno de los más claros ejemplos. Aquí la realidad no toma forma hasta que pasa por las tijeras de los censores.

Hace dos semanas el tratamiento informativo del triple atentado de Fuzhou dió pie a multitud de comentarios críticos. Entre ellos una queja: «Esta noticia está armonizada”. No la tachaba de mentirosa, falsa o poco rigurosa. Iba más allá. El lector denunciaba un fenómeno común en China por el que la realidad y su reflejo en los periódicos se enredan entre sí confundiendo los límite entre lo que realmente ocurre y lo que no.  El objetivo es que el mundo casi idílico que vende el sistema no tenga resquicios, que todo encaje.

La consecuencia es inevitable. A cambio esa armonía, la información de los medios chino despide casi siempre un ligero olor a vieja. Como si alguien la hubiera manipulado más de lo debido y llegase al lector manoseada y sucia. Otras veces, el tufo lo produce por haber estado demasiado tiempo en un cajón confiando en que los sucesos se hayan olvidado.

Es el caso de las revueltas que han tenido lugar en Mongolia Interior durante el mes de mayo. Tras el atropello de un pastor, los mongoles fueron capaces de paralizar el sector minero en parte de la provincia. La prensa nacional lo ignoró por completo hasta casi un mes después cuando sin citar apenas los antecedentes anunciaba la regulación de la minería en la región.

Las constantes omisiones dan lugar a titulares de otro mundo, en los que no recoge la polémica pero se asegura que la situación en determinado lugar es “completamente normal”.

Si el titular es bueno, la realidad se puede adaptar

Hay veces en los que la manipulación informativa no basta. Cuando Pekín decide llevar un titular a las portadas, el aparato del partido es el encargado de hacer que la realidad no lo desmienta. Así ha sido con la megaproducción que se estrenará la próxima semana sobre la fundación de la China Comunista. El Gobierno, poco confiado en las preferencias de su pueblo, ha decidido prohibir cualquier gran estreno de Hollywood durante las mismas fechas. Sin competencia en las salas, se asegura así el taquillazo que recogerán muy pronto todos los periódicos.

Cartel de «La fundación de un partido»

A quienes quieran evitar la propaganda tampoco les valdrá quedarse en casa. Durante el próximo mes, las televisiones chinas no podrán emitir series de espías, criminales o ciencia ficción, precisamente las que más triunfan entre la audiencia. Hasta que el día 1 de julio llegue el aniversario del Partido Comunista deberán limitarse a formatos de ficción menos alejados de la vida real. Las parrillas, desde entonces se han llenado de series históricas, en concreto aquellas que reflejan la iconografía comunistas. La ficción, de seguir así, quedará sólo para la lectura. Eso sí, tanto de novelas como de periódicos.

China la emprende (de nuevo) contra el mensajero

El Gobierno chino no está dispuesto a consentir ningún amago de revolución que emule la primavera árabe. Y a falta de reformas que aplaquen el tímido descontento, ha decidido cargar contra los mensajeros. Según Amnistía Internacional, en las últimas semanas, las autoridades han detenido a más de un centenar de activistas, bloggers y twitteros. En algunos casos se conocen los cargos de los que se les acusa y el paradero actual, en otros no.

Censura

La peor censura no es la que se impone con palizas y secuestro de publicaciones. La brutal represión que China ejerce sobre quienes se atreven a cuestionar el sistema es la cara más visible, pero no la más sangrante del regimen. La peor censura es la que no tiene la necesidad de imponerse con violencia. La que se instala en el cerebro y te avisa de que estás siendo vigilado, de que es mejor evitar los problemas, sentirte seguro, que desafiar las normas. Cuando un  régimen se da cuenta de que no tiene la necesidad de reprimir las palabras es que hace tiempo que ganó esa batalla en las mentes.

El Gobierno chino lo sabe y cada vez da más pasos para convertirse en un Gran Hermano que respira pegado a la nuca de sus ciudadanos. Hace unos días, Xinhua, la agencia oficial de noticias, informaba de que el 80 por ciento de los cibercafés de la  provincia de Jiangxi habían sido monitorizados para comprobar “la identidad de los internautas” y el acceso a “contenidos ilegales”. Por si quedaba alguna duda, especificaba: “Durante este año, todos los cibercafés de la provincia serán supervisados”.

En muchas zonas del interior de China, la mayoría de las casas no disponen de conexión a Internet e interceptar los establecimientos públicos supone tapiar la única ventana por la que muchos ciudadanos podían mirar al exterior. La noticia es un aviso para navegantes no sólo de Jiangxi, sino de todo el país: “Os estamos vigilando”.

Menos sutil es el plan de seguimiento que ha puesto en marcha Pekín para controlar, a través de los móviles, la situación y desplazamientos de todos sus ciudadanos las 24 horas del día. La excusa, gestionar el tráfico, no evita que las autoridades puedan acceder a rutinas, citas y cualquier otro movimiento revelador el día a día de cada persona. Ya han surgido algunas voces en contra de una medida que acota aún más el espacio íntimo de los ciudadanos, pero parece poco probable que consigan detenerla.

Pero de nada sirve el control exhaustivo a los ciudadanos si los medios son capaces de romper ese bloqueo informativo. Desde hace un mes, los periodistas extranjeros, menos dóciles que los locales a las políticas del gobierno, se han convertido en un quebradero de cabeza para las autoridades. Se empeñan, con total descaro, en informar de lo que sucede en sus corresponsalías. Acuden, incluso, a las calles donde ocurren las noticias. Para evitarlo, a Pekín se le ha ocurrido lo más simple: Existen ciertos lugares a donde los periodistas no pueden ir sin un permiso expreso. La lista, sin embargo, es tan larga que no resultaría práctico publicarla. Gracias al cielo, las autoridades los irán desvelando según evolucionen los acontecimientos. ¿Hay un mejor ejemplo de transparencia?